CAPÍTULO 2: Primer día de clases
La mañana despuntaba clara y tibia sobre los antiguos pabellones de piedra de la universidad. El aire fresco traía consigo el tenue aroma del césped recién cortado a lo largo de los senderos, mientras la luz dorada del sol naciente dibujaba alargadas sombras de los robles sobre las fachadas majestuosas. Por uno de esos caminos avanzaba Armich con paso sostenido y la cabeza alta, esforzándose en dominar la mezcla de emociones que bullía en su pecho. Su silueta esbelta resaltaba contra el verdor del campus: vestía su mejor traje oscuro, modesto pero cuidadosamente planchado, y llevaba un maletín de cuero ya algo gastado, repleto de libros. Aquel maletín —pesado con el fruto de sus estudios y de sus esperanzas— oscilaba al compás de sus pasos, recordándole en cada avance el largo recorrido que lo había conducido hasta allí.
Frente a la imponente entrada principal, Armich se detuvo un instante y aspiró hondo, llenando sus pulmones de aquel aire matinal cargado de promesas. Tenía los ojos brillantes de ilusión: no era para menos, había luchado con ferocidad silenciosa para ganarse un lugar en esa prestigiosa facultad de Derecho. En su memoria desfilaron fugazmente las largas noches de estudio a la luz de una lámpara humilde, las renuncias a diversiones que otros jóvenes daban por descontadas, y el recuerdo del abrazo orgulloso de sus padres el día en que llegó la carta de admisión. Hijo de profesionales de clase media, Armich no venía de la opulencia, pero traía consigo algo más valioso: la férrea determinación inculcada desde la infancia de superarse a sí mismo con esfuerzo y honestidad. La alegría que lo embargaba en ese momento era profunda, casi sagrada, al saberse por fin en el umbral de su sueño. Aun así, entremezclada con el entusiasmo palpitaba en su interior una leve ansiedad. Aquel campus amplio y venerable representaba un mundo desconocido y exigente, un escenario donde tendría que demostrar su valía una y otra vez. “Aquí comienza todo; lo que he soñado durante tanto tiempo al fin va a suceder”, pensó Armich para sus adentros, conteniendo la sonrisa de emoción que pugnaba por asomarse a sus labios.
Unos gritos apagados lo arrancaron de sus pensamientos cuando reanudaba la marcha hacia la entrada. A pocos metros, hacia la derecha, se había congregado un pequeño grupo de estudiantes curiosos alrededor de una escena inusual. Una joven discutía en voz alta con el guardia de seguridad de la puerta, y la estampa no podía ser más desigual: la muchacha se erguía con ademán desafiante, mientras el vigilante —un hombre maduro de uniforme azul desvaído— mantenía una actitud humilde y nerviosa, intentando calmarla. La altivez de la joven era evidente en cada gesto: alzaba el mentón con aire desdeñoso y sus ojos claros despedían un brillo helado. Era innegablemente hermosa, con el cabello rubio cuidadosamente arreglado y un atuendo de alta costura que gritaba su origen acomodado. La identidad de la chica aún era un misterio para Armich —más tarde sabría que se llamaba Sofía—, pero en ese instante bastaba con observarla para intuir que estaba acostumbrada a que el mundo se doblegara a sus pies. Había en ella una seguridad casi insolente, la de quien jamás ha encontrado una puerta cerrada en su camino. La tensión en el aire era casi palpable mientras su voz clara y autoritaria resonaba en la entrada del campus.
—Le digo que tengo prisa. ¡Déjeme pasar de una vez! —exigía la muchacha, con un acento cortante y desesperado.
El guardia, visiblemente incómodo, sostenía en la mano la credencial universitaria de la joven, que al parecer acababa de retirarle para inspeccionarla. Con voz conciliadora, trató de explicarle: —Señorita, son las normas del campus… todos deben mostrar identificación al ingresar…
—¡Qué importa la maldita identificación! —lo interrumpió ella bruscamente, alzando la voz con impaciencia—. ¿No sabe acaso quién soy yo?
La frase, proferida con arrogancia, quedó suspendida en el aire, y varios de los presentes intercambiaron miradas atónitas. Armich frunció el ceño. Desde donde estaba, podía ver el rubor de incomodidad que teñía las mejillas del guardián. El hombre miraba alrededor en busca de apoyo, pero los estudiantes observaban en un silencio tenso, demasiado intimidados —o quizá indiferentes— para intervenir. La joven seguía fulminando al empleado con la mirada, indignada ante la insinuación de que las reglas comunes también se aplicaban a ella. Aquella demostración de prepotencia hizo que algo ardiera en el pecho de Armich. Sentía un calor creciente de indignación: no podía permanecer como espectador pasivo ante lo que percibía como un abuso de privilegio y una falta flagrante de respeto.
En un arranque de determinación, Armich dio un paso adelante y salió del anonimato del grupo. Notó que el corazón le latía con fuerza contra las costillas mientras se debatía un instante entre la prudencia y el deber moral, pero su conciencia terminó por imponerse. Con tono cortés pero firme, intervino en la disputa: —Discúlpeme —dijo, dirigiéndose a la joven desconocida, midiendo cuidadosamente sus palabras—, pero él solo está cumpliendo con su deber. Todos debemos respetar a quienes trabajan aquí, independientemente de su rol.
Sofía giró la cabeza hacia él, sorprendida de que alguien osara meterse en sus asuntos, y lo taladró con la mirada de pies a cabeza. Sus ojos azules recorrieron el modesto traje de Armich, su maletín gastado, sus zapatos lustrados pero sencillos; aquel vistazo le bastó para catalogarlo como alguien ajeno a su círculo privilegiado. En sus labios se dibujó una sonrisilla desdeñosa antes de espetar con voz helada: —¿Y tú quién eres para decirme lo que debo hacer?
Armich sintió sobre sí el peso de todas las miradas, pero logró mantener la voz serena. —Me llamo Armich, soy estudiante de Derecho igual que tú —respondió sin alterarse, devolviéndole la mirada—. Y no importa quién seas tú o quién sea yo: el respeto nos lo debemos todos por igual.
Por un instante pareció que Sofía lanzaría una réplica aún más airada; sus labios entreabiertos temblaron de furia contenida. Sin embargo, a su alrededor los murmullos habían ido en aumento. Varias personas observaban la escena con desaprobación apenas disimulada, y aquel coro sordo de cuchicheos hizo que la joven cobrara conciencia del espectáculo que estaba dando. Sus ojos, todavía fijos en Armich, se entrecerraron brillando de rabia y, tal vez, de humillación. No estaba acostumbrada a que la desafiaran, y menos en público. Un silencio tenso se prolongó unos instantes, hasta que finalmente Sofía soltó un bufido exasperado y, de un manotazo, le arrebató su credencial al guardia. Le dirigió al empleado una última mirada encendida de cólera y luego volvió sus ojos gélidos hacia Armich, como grabándose su rostro. Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se alejó a paso firme, abriéndose camino entre los estudiantes que, reverentes o temerosos, se apartaban para dejarla pasar. Armich alcanzó a ver cómo ella alzaba la barbilla antes de doblar el corredor, en un gesto orgulloso y frustrado a la vez.
A medida que la figura de Sofía desaparecía, el corro de curiosos comenzó a disolverse. Un murmullo quedó flotando en el aire cuando la normalidad volvió poco a poco al vestíbulo de la entrada. Armich permaneció unos segundos inmóvil, dejando que sus pulsaciones recobraran su ritmo. Sentía las palmas de las manos húmedas y un ligero temblor en los dedos, resultado tardío de la adrenalina. En su interior convivían emociones contrapuestas: por un lado, la satisfacción serena de haber hecho lo que creía correcto; por otro, la inquietud natural de quien teme haber despertado animadversión en el lugar equivocado. Sabía que la universidad no era ajena a las diferencias de clase y poder, y no podía evitar preguntarse si sería sensato haber iniciado su vida estudiantil enemistándose con alguien del estatus de Sofía. ¿Había sido imprudente al confrontarla así, en público? ¿Tendría que afrontar consecuencias inesperadas por ese arranque de integridad? Armich suspiró despacio, intentando aplacar esas dudas. En el fondo de su alma sentía que, pasara lo que pasara, no podía arrepentirse de haber defendido a aquel guardia humillado. Recogió el maletín que había dejado en el suelo durante la confrontación y le dedicó al empleado una mirada amable. El hombre, todavía algo aturdido, le devolvió una tímida sonrisa de gratitud. Con ese silencioso intercambio, Armich reanudó su camino hacia el interior, adentrándose en los pasillos bulliciosos de la facultad.
El corredor principal hervía de actividad. Por todas partes, grupos de alumnos charlaban y se reían, comparando sus horarios o buscando sus nombres en las listas, mientras otros apuraban el paso para no llegar tarde a sus aulas. A medida que avanzaba entre ellos, Armich notó que algunas conversaciones se apagaban a su paso y que más de una cabeza se volvía discretamente para observarlo. Sin proponérselo, se había convertido en tema de susurros: la noticia del enfrentamiento en la entrada corría ya de boca en boca. Sintiendo en la nuca el cosquilleo incómodo de las miradas ajenas, él se limitó a apretar el paso con la vista al frente. Quería llegar cuanto antes a su salón de clase, a la relativa calma del anonimato entre tantos otros estudiantes nuevos.
Al entrar al aula asignada para Introducción al Derecho, Armich se encaminó hacia un pupitre vacío en las filas traseras. El salón era amplio y moderno, a pesar de la vetusta fachada del edificio; la luz de la mañana entraba a raudales por los altos ventanales, iluminando los pupitres de madera clara alineados en hileras. Reinaba un murmullo contenido, una mezcla de excitación y nervios compartidos entre quienes aguardaban el inicio de la primera lección. Armich se dejó caer en su asiento y depositó el maletín a un lado, permitiéndose por fin un momento para serenarse. Cerró los ojos un instante y respiró profundamente. Las imágenes del incidente con Sofía aún bailaban en su mente, pero él se obligó a apartarlas: tenía que concentrarse en lo que había venido a hacer allí, estudiar y aprovechar cada enseñanza. Cuando los abrió de nuevo, sus ojos recorrieron el aula atestada, curiosos por reconocer algún rostro. De pronto, su corazón dio un brinco: en la esquina opuesta, distinguió la inconfundible melena rubia de Sofía.
Allí estaba ella, en la misma clase, sentada con la espalda perfectamente erguida. Sostenía un bolígrafo en la mano y repasaba unas notas, fingiendo quizás una calma que desmentían el ligero tamborileo de sus dedos contra el papel. En su semblante había vuelto a instalarse esa máscara de orgullo impenetrable, como si el altercado de la entrada no hubiese dejado huella alguna. Armich desvió la mirada rápidamente, con la esperanza de que Sofía no lo hubiese visto. Prefería pasar inadvertido a sus ojos por el momento. Aún sentía en el cuerpo la tensión del enfrentamiento y no quería reavivarla con una simple mirada cruzada. Sin embargo, era imposible ignorar del todo su presencia: la consciencia de que ella estaba allí, a unos cuantos metros, añadía un filo de incomodidad en el aire que respiraba. “¿Cuántas posibilidades había de que compartiéramos clase?”, se preguntó con cierta ironía resignada. Fuera como fuese, se dijo que lo más sensato era comportarse con naturalidad y enfocarse en la lección. No permitiría que la soberbia de Sofía lo distrajera de su objetivo. Con ese propósito, apartó cualquier pensamiento sobre la joven y fijó la vista al frente, donde el pizarrón aún vacío aguardaba las primeras palabras del profesor.
Pocos minutos después, la puerta del aula se abrió y un hombre de mediana edad entró con paso decidido, cargando una carpeta repleta de papeles bajo el brazo. Al instante, el murmullo de los estudiantes se extinguió, reemplazado por un silencio expectante. El profesor de Introducción al Derecho —así se presentó brevemente mientras dejaba sus cosas sobre el escritorio— echó una mirada inquisitiva a la clase y esbozó una ligera sonrisa protocolaria. Sin más preámbulo, inició la sesión: —Bienvenidos —dijo con voz firme—. Hoy vamos a comenzar con el análisis de un caso que plantea importantes cuestiones éticas y jurídicas. Su tono grave caló hondo en la atención de todos. **—**El caso de Nanon Williams —continuó el profesor, paseando la mirada por los rostros atentos—, un joven condenado a la pena de muerte cuando aún era menor de edad, en base a unas pruebas sumamente cuestionables. Quiero que reflexionen sobre las implicaciones legales y morales que surgen de una situación así.
Un leve murmullo de sorpresa recorrió el aula ante aquella introducción, pero se desvaneció tan rápido como había surgido. Armich sintió que las palabras del profesor le llegaban muy hondo. Había leído acerca de Nanon Williams en alguna de sus investigaciones personales, y al oír ese nombre algo pareció encenderse dentro de él. Se incorporó en su asiento casi sin darse cuenta y abrió su cuaderno con prontitud. Mientras el profesor ofrecía más detalles —un crimen polémico, un juicio con posibles fallas, una sentencia irreversible—, la mano de Armich volaba sobre el papel. Apuntaba fechas, nombres, preguntas: ¿cómo era posible sentenciar a muerte a alguien tan joven?; ¿qué responsabilidad tenía el sistema legal ante las dudas sobre la evidencia?; ¿podía llamarse justicia a un castigo definitivo cuando existía la posibilidad del error?. Cada nueva información alimentaba tanto su intelecto como su conciencia moral. Para Armich, aquello no era solo un ejercicio académico; sentía que en la discusión de ese caso se jugaban principios fundamentales en los que creía con pasión: la dignidad de la vida humana, la posibilidad de redención, la falibilidad de las instituciones de justicia. Por momentos, mientras tomaba notas con ceño concentrado, olvidaba por completo dónde estaba; solo existían el torbellino de ideas en su mente y la intensa voluntad de encontrar un razonamiento justo.
No era el único que se entregaba con fervor al tema. En el otro extremo del aula, Sofía también atendía con una concentración absoluta. Había dejado a un lado la pose altanera y ahora su expresión reflejaba seriedad y cierto ardor intelectual. Sostenía la mirada en el profesor, asintiendo sutilmente ante algún punto complejo, y de vez en cuando anotaba algo en su cuaderno con trazos rápidos. La transformación era notable: la joven que minutos antes se había mostrado caprichosa y arrogante revelaba ahora una faceta cerebral y comprometida. Armich alzó la vista de sus apuntes y la observó un instante, intrigado a su pesar. En el rostro de Sofía había una determinación apasionada que él reconoció de inmediato porque le era propia. Contra su voluntad, tuvo que admitir que la muchacha poseía una inteligencia feroz y una genuina entrega por el estudio del Derecho. Aquel descubrimiento lo desconcertó. Hasta entonces, solo la había visto como una niña mimada con ínfulas de superioridad, pero al verla discutir mentalmente los dilemas del caso, vislumbró en ella a una rival digna. En ese momento, Armich comprendió que Sofía era tan capaz como él de brillar en aquel entorno exigente.
“Quizá no seamos tan diferentes”, pensó fugazmente, sorprendido por aquella idea inesperada. Ambos habían reaccionado con idéntico fervor ante el desafío intelectual y moral que el profesor les había planteado; en ambos ardía la misma llama de interés genuino por la justicia, aunque la vida los hubiera colocado en extremos opuestos. Sin embargo, casi de inmediato, otra reflexión acudió a su mente con la fuerza de un jarro de agua fría: más allá de esa pasión compartida, estaban las diferencias insalvables de sus mundos y, sobre todo, estaba la ambición. Tanto Sofía como él ansiaban destacar, ser los mejores, y esa ambición compartida los situaría inevitablemente en una senda de competencia. Lo ocurrido en la puerta no había sido sino el primer chispazo de un choque que prometía intensificarse con el tiempo. Armich bajó la mirada a sus notas, aunque por unos segundos las palabras escritas se le antojaron borrosas. Imaginó las discusiones futuras que probablemente tendría con Sofía en aquel mismo salón, las batallas sutiles por obtener la razón en cada debate, por sobresalir en cada trabajo o examen, por ganarse el favor y el respeto de profesores y compañeros. Sintió casi físicamente la presión de esa rivalidad latente, como una corriente eléctrica entre su sitio y el de ella.
Ninguno de los dos podía saberlo aún, pero ese primer día de clases había trazado ya el contorno de sus destinos entrelazados. En adelante, Armich y Sofía caminarían por un mismo camino en direcciones enfrentadas, y sus diferencias de origen y carácter chocarían tanto como, sin darse cuenta, se irían moldeando mutuamente. Aquella rivalidad incipiente —hecha de desafíos intelectuales, tensiones soterradas y quizás un respeto silencioso— habría de influir en sus vidas de maneras más profundas de lo que entonces podían imaginar. Sin proponérselo, ambos habían encendido una chispa. El tiempo y las circunstancias se encargarían de avivarla o apaciguarla, pero por lo pronto ardía ya, iluminando el comienzo de una historia compartida que, para bien o para mal, los transformaría a cada uno para siempre.
Preguntas para reflexión:
- ¿Qué acciones puedes tomar para evitar la discriminación en el campus universitario?
- ¿Cómo se refleja la discriminación en el encuentro entre Armich y Sofía en la entrada de la universidad?
- ¿Qué lección moral y ética se puede extraer del comportamiento de Armich al enfrentar a Sofía y defender al portero de la universidad?
- ¿Por qué es importante respetar a todas las personas, incluyendo a los miembros del personal de la universidad?
- ¿Cómo se podría fomentar un ambiente de respeto y tolerancia en el campus universitario para prevenir futuros conflictos entre estudiantes?